Los
flamencos son los pájaros africanos de colores más delicados, rosados y
rojos como la ramita voladora de un arbusto de adelfas. Tienen patas
increíblemente largas y en sus cuerpos y sus cuellos curvas de lo más
extraño y rebuscado, como si
debido a una exquisita y tradicional mojigatería hicieran las posturas
más inverosímiles y los movimientos vitales más difíciles posible.
Una vez viajé desde Port Said hasta Marsella en un barco francés que llevaba a bordo una carga de ciento cincuenta flamencos para el Jardin d’Aclimatation de Marsella. Los tenían encerrados en grandes y sucias jaulas con costados de lona, diez en cada una y muy apretados unos contra otros. El guardián que los llevaba me dijo que esperaba perder un veinte por ciento de ellos en el viaje. No estaban hechos para aquella clase de vida, cuando hacía mal tiempo perdían su equilibrio, se rompían las patas y los otros pájaros de la jaula los pisoteaban. Por la noche, cuando soplaba fuerte el viento en el mediterráneo y las olas golpeaban el barco, a cada golpe de mar oía en la oscuridad a los flamencos chillar. Todas las mañanas veía al guardián con uno o dos pájaros muertos y echarlos por encima de la borda. La noble ave zancuda del Nilo, hermana del loto, que flota sobre el paisaje como una nube vagabunda en el ocaso, se había convertido en un montón de plumas rosadas y rojas con un par de largos y delgados palos pegados. Los pájaros muertos flotaban en el agua durante un tiempo, balanceándose en la estela del barco antes de hundirse.
Una vez viajé desde Port Said hasta Marsella en un barco francés que llevaba a bordo una carga de ciento cincuenta flamencos para el Jardin d’Aclimatation de Marsella. Los tenían encerrados en grandes y sucias jaulas con costados de lona, diez en cada una y muy apretados unos contra otros. El guardián que los llevaba me dijo que esperaba perder un veinte por ciento de ellos en el viaje. No estaban hechos para aquella clase de vida, cuando hacía mal tiempo perdían su equilibrio, se rompían las patas y los otros pájaros de la jaula los pisoteaban. Por la noche, cuando soplaba fuerte el viento en el mediterráneo y las olas golpeaban el barco, a cada golpe de mar oía en la oscuridad a los flamencos chillar. Todas las mañanas veía al guardián con uno o dos pájaros muertos y echarlos por encima de la borda. La noble ave zancuda del Nilo, hermana del loto, que flota sobre el paisaje como una nube vagabunda en el ocaso, se había convertido en un montón de plumas rosadas y rojas con un par de largos y delgados palos pegados. Los pájaros muertos flotaban en el agua durante un tiempo, balanceándose en la estela del barco antes de hundirse.
Las jirafas volvían sus delicadas
cabezas de un lado a otro, como si estuvieran sorprendidas, lo que
debía ser verdad... Nunca antes habían visto el mar. Disponían sólo de
espacio para estar de pié en la estrecha jaula. El mundo se había
contraído, cambiado y cerrado en torno suyo. No podían saber o imaginar
la degradación hacia la cual navegaban. Porque eran criaturas
orgullosas e inocentes, delicadas ambladoras de las grandes praderas;
no tenían ni el más mínimo conocimiento de la cautividad, el frío, el
hedor, el humo y la sarna, ni del terrible aburrimiento de un mundo
donde nunca ocurría nada. [...] En
los largos años que les quedan, ¿soñarán alguna vez las jirafas en su
país perdido? ¿Dónde están, adónde se han ido la hierba y las acacias,
los ríos y los pozos y las montañas azules? El alto y dulce aire de las
praderas se ha levantado y se ha ido. ¿Adonde se han ido las otras
jirafas, las que iban junto a ellas y galopaban la tierra ondulada? Las
han dejado, se han ido y parece que nunca más volverán. En la noche, ¿dónde está la luna llena? Las jirafas se agitan y despiertan en la caravana del zoológico en una caja estrecha, que huele a paja podrida y a cerveza. Adiós,
adiós, os deseo que muráis en el viaje, las dos, de manera que ninguna
de esas nobles cabecitas que ahora se levantan sorprendidas sobre la
jaula, recortándose contra el cielo azul de Mombasa, sea llevada de un
lado para otro, sola, en Hamburgo, donde nadie sabe nada de África.
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